martes, 25 de octubre de 2011

Los Blogs en la Literatura

Palabra, amor

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18 de enero de 2010.- Escribía Italo Calvino en sus 'Seis propuestas para el próximo milenio' (Siruela): 'Hay quien cree que la palabra es el medio para alcanzar la sustancia del mundo, la sustancia última, única, absoluta; más que representar esa sustancia, la palabra se identifica con ella (por lo tanto, es erróneo decir que es un medio)'.

Un correlato poético (no una equivalencia) de este párrafo se aprecia en la novela que estoy leyendo ahora y de la que hablaré mañana, escrita por autor joven, buen auriga, al que saludamos:

'El sol completa su declive tiñendo el horizonte de color oro viejo. Está al final del camino, la última luz filtrándose entre los pinos, la dolorosa incapacidad de controlar los efectos de las palabras. Las palabras nombran el mundo, dice Fernando. Las palabras ponen nombre a los sentimientos. Pero hay todo un universo fuera del alcance de las palabras. Una fuerza soterrada que nace del estómago y se aprieta en la sien y avanza hasta la garganta que tiembla porque no sabe elegir cuál es la palabra adecuada.

Están a dos kilómetros del pueblo. Llevan las sandalias manchadas de polvo. Detrás de la curva, tras el recoveco que forma la jara y los matorrales de brezo, tibio y oscuro como un destino oculto, les espera el dique, las aguas sedosas que reflejan una luna redonda, enorme, blanca.

Se acercan a la orilla. Acaban de besarse. Ella le acaricia la cara. Se escuchan los grillos, el silencio, el sonido sereno del agua. Comienza a destrabarle los botones. Se separa. Desanuda las lazadas de sus tirantes y la piel es oscura y el vestido claro y de repente todo es oscuro delante de él, que tirita sin que haga frío. NO DIGAS NADA, se dice. NO LA LLAMES; NO HABLES. Ella se ha dado la vuelta y entra suavemente en la quietud del agua.

Se detiene y mira atrás. NO DIGAS NADA, piensa, POR FAVOR, NO DIGAS NADA. Le tiende la mano. Y él se la estrecha, libre de la camisa, el pantalón y el futuro; se acerca sin ropa y se deja atraer como si penetrara en un bosque tenebroso, sin llamarla ni hablar ni decirle nada, en una cueva sin ruido ni tiempo presente.

Justo al borde de la luz, ella brilla con luminosidad propia. Y arde, se extiende, funde la cabeza en su regazo y los cabellos en el agua y los brazos en las manos y el fuego que no cesa sino que se contagia, ladra, fluye en la superficie corrompida por el salvaje y tierno movimiento.

Hay un silencio absoluto y un sonido absoluto y una carencia y una luz absolutas en el límite franqueado por las insuficientes palabras. Ninguno de los dos escucha a los perros.

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