Nosotros,
los americanos
Ignacio
B. Anzoátegui
Tomado de Escritos y Discursos a la Falange
de Ignacio B. Anzoátegui
A
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lguna vez habíamos de hablar de hombre a
hombre los españoles y los americanos. Hasta ahora habían hablado de masón a
masón- como en los turbulentos días de la desintegración del Imperio-, o de
tonto a tonto- como ocurría en los días interminables de los juegos florales de
la tontería hispanoamericana. Al reinado de la reciproca masonería criminal
sucedía el reinado de la cómoda cursilería de la pandereta y del tango.
Nuestra independencia se
hizo con ruido de armas y con peleas a muerte; no con grititos histéricos ni
con pronunciamientos convenidos. Se hizo a la española, arriesgándolo todo,
desde la pequeña paz particular y cotidiana hasta la tranquilidad de una vida
honorable en aras de la ventura. Porque nosotros, los españoles de América,
también teníamos la preocupación española de tener razón siempre, por las
buenas o por las malas. Algún día se nos ocurrió independizarnos –quizá por
nuestra propia sangre española, quizá por la tentación insidiosa de los
enemigos de España- y nos lanzamos a la guerra magnífica. Allí peleamos los
españoles de América contra los españoles de Europa. Porque –es bueno decirlo
de una vez por todas- vuestra España oficial era inferior a nuestra España.
Vosotros nos habíais
dejado solos. No fue América la que renegó de España. Fue la metrópoli la que
renegó del Imperio. Vosotros vivíais una época en que los Reyes españoles
posaban para Francisco Goya y nosotros revivíamos la época en que pintó al
Cesar el pincel de Tiziano. Nosotros todavía soñábamos con la conquista de
Eldorado y vosotros habíais empezado a soñar con la conquista de los Derechos
del Hombre. Vosotros teníais en materia política, vuestros problemas de
ministros y de favoritos y nosotros teníamos, en materia guerrera, nuestros
problemas de indios alzados y de portugueses. Vosotros creíais en la
posibilidad de descristianizar a Europa y nosotros creíamos en la necesidad de
cristianizar a América.
Del testamento de la
Conquista, vosotros os habíais quedado con los legados y nosotros nos habíamos
quedado con las cargas. Vosotros habíais trocado capitanes por dirigentes y
nosotros habíamos convertido a los encomenderos en caudillos. Nosotros teníamos
la enseñanza de una vida dura y vosotros teníais el hastió de una vida fácil.
Vosotros erais la verbena y nosotros éramos el cuartel. Éramos el cuartel donde
todavía las armas poseían un sentido militar de alerta y de peligro. Todavía
nuestras campanas eran las campanas de las viejas ciudades de la Conquista, si
alegres para tocar a bodas, si tristes para tocar a muerte, forjadas para el
rebato de la invasión inminente que, noche a noche, desde la fundación casi de
nuestra vida, nos amenazaba desde el río. Aquí, en esta punta de América, solos
en la extremidad del mundo, aprendimos a ser punta de un Imperio. Aquí ganamos
gloria de soledad y con la gloria ganamos conciencia de esa gloria: conciencia
y responsabilidad de sabernos con un destino que España, que la Corte española,
se hallaba entonces empeñada en malograr.
Vosotros nos habíais dejado
solos. Pero nosotros éramos España. Un día los ingleses se atrevieron a
nuestras playas. Ellos sabían que estábamos solos, pero no sabían que éramos
España. Y la España que vivía en nosotros, la España de la vencida Armada, la
que si fracasó en un Lepanto contra el Protestantismo, fue capaz de organizar
contra el Protestantismo un Lepanto, la que aceptó de antemano perderlo todo
para ganarlo todo, esa España de sangre y no de papeles, la de la turbulenta
sangre que se derrama quizá porque no consiente la acomodada regularidad de las
venas, esa España, la España nuestra, la de los conquistadores y de los
misioneros, la de la heroica truhanería humana y divina, se levantó en armas
desde su pobreza aldeana para mostrar a Europa que existía una América imperial
todavía fuerte, no una América de hombres nuevos nacida de nadie –como lo
pretenden nuestros historiadores oficiales- sino de hombres de sangre española
que no habían perdido la juvenil alegría que infundió a su sangre la eterna
juventud de la Conquista. Próceres conquistadores buscaron en América la Fuente
de Juvencia. Si fracasaron entonces en el desengaño del mito, triunfaron en la
afirmación de la sangre que ellos derramaron y que había de ser semilla y
fundamento y fuente de juventud. La Fuente de Juvencia brotaba en la arena
misma que hería la quilla de sus barcos y en la tierra misma donde ellos ponían
el pie. Porque América les estaba señalada para que así se asentara la
resurrección de España. América no era tierra penitencial; era tierra resurreccional.
España tenía todavía demasiada simiente y su tierra estaba ya demasiado
cansada. La sangre tenía todavía demasiada juventud y el suelo tenía ya
demasiada vejez. Por eso se le señaló a la sangre la tierra de América, para
que pudiera continuar fructificando en fruto español.
España no había caducado.
No había caducado su auténtica realidad. No habían caducado sus poderes en
América. Pero España se había transferido entera a la tierra de América.
La Corte representaba a
España y, así, España parecía caída. Y, pareciéndolo, estaba incapacitada para
continuar siendo el centro de un imperio.
No se deshace un imperio
porque las partes que lo componen alcancen la mayoría de edad. Se deshace
porque el gobierno de la metrópoli entra un día en senectud. Terminada la
empresa de los Austria, España –la metrópoli española- comenzó a envejecer. Las
canas no eran ya consejo y experiencia que podía seguirse o no seguirse; eran
supersticiosa tiranía. Se habían acabado los santos y empezaron las novenas
amujeradas. Se habían acabado las conquistas y empezaron las cuentas de
administración. Se habían acabado los guerreros y empezaron los políticos. Se
habían acabado los fundadores y empezaron los recaudadores. América comenzaba a
sentirse sola. Y el liberalismo tenía la culpa de todo eso.
Vosotros os hicisteis
liberales. Peor todavía: a vosotros os habían hecho liberales. Vosotros teníais
en las manos los dos triunfos del juego – la cruz y la espada- y os sentasteis
a la mesa de los jugadores fulleros y os cambiaron los triunfos por unas
baratijas de la época. Os perdieron por falta de pasión. Vosotros habíais sido
los mayorazgos y nosotros habíamos sido los segundones. Los hijos de unos y
otros –los de España y los de América- éramos ya primos hermanos. Vosotros nos
mandasteis hombre que traían bajo el brazo “El
contrato social” del pobre Juan Jacobo Rousseau o algún libro de
meditaciones de cualquier monigote francés más o menos tonsurado y más o menos
apóstata. Vosotros –los hijos de los mayorazgos- destruisteis la conquista que
nuestros padres –los segundones-, habían ganado.
Pero afortunadamente, la
España de hoy no es la España de ayer: es la España de anteayer, como es la
América de hoy. Ya ha sonado para el viejo liberalismo la hora de la derrota.
Ya lloran sobre su agonía las viejas cocottes
que sostuvieron a su costa los salones políticos de antaño. Ya comenzó el
desbande de sus sirvientes y el sálvese quien pueda de sus paniaguados. Ya
apenas recuerdo queda de sus ministros afrancesados y de su pizca de rapé en
los dedos. Lo condenaron los hombres que volvían de pagar sus culpas en las
trincheras del 14. Eran las víctimas del adulterio que se levantaban contra la
traición. Eran los soldados que habían peleado por una causa oscura y
lamentable; los soldados asqueados de engaños y de palabras los que, de vuelta
de la guerra, se encontraban con que el premio de todos sus sacrificios era una
paz sin paz: una paz que tenía la terrible amargura de las cosas inútiles. El
mundo se había perdido una vez más, pero esta vez se daba cuenta de que se
había perdido. El liberalismo había triunfado, pero también los hombres habían
ganado una experiencia de dolor. Y con el dolor nacería una nueva esperanza: el
sueño de un orden nuevo, de un orden ordenado a un fin.
En demanda de ese orden,
reclamándolo como un derecho, se alzó la España imperecedera, la vuestra y
nuestra. No fue aquellos un pronunciamiento de militares; sí un pronunciamiento
militar de la sangre. Por eso fue vuestro y nuestro, porque la sangre es una,
como es uno e indivisible nuestro destino común.
América, la verdadera, se
ha salvado con España la verdadera. La vieja metrópoli caduca no existe ya para
nosotros. Ahora tenemos, para mirarnos y para glorificarnos, a la nueva España
del antiguo esplendor austriaco e imperial. Los hijos de los conquistadores
saludamos ya a los reconquistadores. Ya la Cesárea Majestad de Carlos vuelve a
ser la nuestra; ya llamamos nuestras a las sombras hasta ayer desterradas de
nuestro recuerdo; ya estamos otra vez juntos en la Historia, reconciliados en
una misma grandeza.
Nosotros los americanos,
los que velábamos en la noche liberal que nos rodeaba las armas que vosotros
alzaríais en España, los que hablamos desde siempre un lenguaje que ya es el de
vosotros, los que soñamos un Escorial de fuego cuando en España las antorchas
estaban en manos de miserables, nosotros los americanos verdaderos, no somos
unos pocos hombres. Somos una fuerza; y la fuerza no se cuenta con los números,
se la mide, pero no se la cuenta. Somos la juventud de América, la América
futura que se ha empeñado en ganar un estilo y en imponerlo. Somos –estamos
seguros de ello- un destino. Ayer éramos apenas los desesperados fieles de la
esperanza. Hoy somos los firmes ejecutores de la realidad americana. Nada
construimos, sino destruimos. Sobre nuestra casa de piedra, el liberalismo
había alzado su tablado de oratoria vana y de fácil declamación. Nosotros le
prendimos fuego al tablado y pusimos al descubierto la insubstancialidad de la
tramoya pintada y la fortaleza de la piedra imperecedera. Vosotros
reconquistasteis a España cuando nosotros descubríamos América. Y América
redescubierta y España reconquistada son una sola y misma juventud, una sola y
misma fuerza que empuja desde el fondo de los siglos. Porque la España vuestra
y la América nuestra no representan simplemente el triunfo provisorio de una generación
de jóvenes. Son la juventud eterna; la juventud que se llama juventud para
hacer rabiar a los viejos traidores. Vosotros y nosotros somos la eternidad; la
eternidad de quienes se encontraron un día en la intersección de dos caminos y
ese día comprendieron que sus caminos formaban una cruz.
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